02 marzo 2014

Nangaref

Todo empezó ayer. Al poco rato de llegar a la T1 de Barajas, nos encontramos con Yaiza (mi compañera de viaje) y su padre, que ya andaban por allí. Rápidamente facturamos sin esperar grandes colas, tomamos algo todos juntos y en menos de lo que esperábamos nos vimos atravesando el control, entre lágrimas y nervios a partes iguales. Una vez dentro, cambiamos algo de dinero y nos dirijimos rápidamente a la puerta de embarque. Un aviso por megafonía nos comunicó que nuestro vuelo a Dakar se retrasaba 20 minutos. Estuvimos esperando en la cola un tiempo que nos pareció infinito, durante el cual conocimos a Raquel, una española que lleva a cabo un proyecto de ecoturismo en el parque Niokolo Koba, al oeste de la reserva de Dindefelo en la que estaremos nosotras. La chica, muy agradable, se apiadó de nosotras y nos ofreció acompañarla en el coche que la recogería a la salida del aeropuerto. Qué contentas estábamos ante la perpectiva de no tener que pasar por el trauma de los taxis.

Por fin embarcamos a las 19:30 (hora a la que deberíamos estar despegando). Íbamos desperdigadas por el avión porque no reservamos los billetes juntas. Me senté en mi asiento y al poco rato se sentó a mi lado un senegalés y un asiento más allá una senegalesa. El trasero del hombre apenas había tocado el asiento cuando empezó a darme conversación en un español bastante entendible. A las 20:30 despegamos y, por ir hablando con Talla (ese era su nombre) me mareé. Estoy descubriendo que cada vez me gusta menos volar. Me puse un rato los cascos y traté de dormirme, sin mucho éxito porque sabía que mi compañero africano tenía ganas de socializar. Así que cuando me encontré un poco mejor me quité los cascos y enseguida me integraron en la conversación. Talla me contó que llevaba 15 años en España y que vivía en Bilbao, donde trabajando de camarero había hecho amistad con chicas españolas (doy fe, me enseñó un sin fin de fotos). Estaba de vacaciones y se moría de ganas por llegar a Dakar, donde le esperaban su mujer y su hijo. La chica a su derecha se llamaba Ascu (o eso entendí yo) y vivía en San Sebastián. Viajaba regularmente a España para trabajar y cuando hacía algo de dinero se volvía unos dias a su país, donde también tenía familia. Llegó la hora de la cena (grata sorpresa para mí, que no tenía ni idea de que fuésemos a comer algo) y Talla y yo cenamos. Ascu no tenía hambre y Talla sin ningún reparo se comió hasta la última migaja de su cena. Después continuamos charlando sobre sus vidas en España, en Dakar y sobre lo que venía yo a hacer aquí. Los dos se escandalizaron cuando les comenté que iba más allá de Tambacounda, porque decían que hacía muchísimo calor. Se rieron diciéndome que iba a volver negra. Me sorprendió muy para bien la naturalidad y la espontaneidad que parece tener esta gente. Sin conocerte de nada les vale tan solo con estar a tu lado para charlar contigo un rato y tratarte como si fueses un conocido de toda la vida. Ya desde este primer momento, me dejó pasmada el abismo que hay entre nuestro mundo y el suyo. En esta misma situación pero con blancos, creo que toda nuestra conversación no hubiese ido más allá de un “hola”.

Por fin aterrizamos, sobre las 23:30. Talla se despidió y salió escopetado en cuanto pudo. Me subí al bus con Ascu y al bajar la perdí de vista. Nos pusimos Raquel, Yaiza y yo a la cola para pasar el control (todo bien, menos mal). A Yaiza le hicieron el visado en el momento y pasamos a recoger los equipajes. El aeropuerto de Dakar es increíblemente enano. Y cuando digo enano es enano: las casetas del control del pasaporte, la caseta del cambio, dos cintras transportadoras de equipajes y el control de salida. Y ya. Recogimos las maletas al tiempo que oíamos a senegaleses por ahí diciendo “ooooh, bellas españolas, bellas”. Pasamos el control de salida y llegó el caos. De repente te encuentras en una especie de carreterucha limitada a los lados por vallas tras las cuales se agolpan africanos a la espera de la llegada de sus familiares. De los del hotel ni rastro, por cierto. Avanzamos entre el tumulto haciendo caso omiso de los senegaleses que nos proponían cosas en francés. Llegamos a una especie de parking, donde estaban esperando a Raquel dos hombres de cuyos nombres no me acuerdo. Cuando ya nos veíamos dentro del coche de Raquel, seguras y a salvo de ser timadas, uno de sus amigos nos parapetó hacia los brazos de un taxista que ardía en deseos de llevarnos. A cuadros, me volví hacia Raquel y me dijo que su amigo era de confianza, que nos asignaba un buen taxi. Y adiós. Se fueron. Llegamos al taxi y traté de fijar un precio antes de subir (el hombre ya nos estaba cogiendo las maletas y metiéndolas al maletero). Tres mil, dijo. Vale, tres mil. Tres mil, tres mil. Me sentí idiota repitiendo el precio una y otra vez. Tres mil, no more. El hombre estaba de acuerdo pero algo en mi interior pronosticaba algún tipo de timo. Al poco rato, el hombre paró en una gasolinera y nos pidió dinero no sé para qué, porque no echó gasolina ni nada de nada... Yo le dije a todo que no y que no y que le daría los tres mil acordados cuando llegásemos al destino. Arrancó de nuevo. Pasamos por lo que parecía la zona de costa de Dakar. Vimos algunos locales de marcha y casitas bajas. No recuerdo mucho más porque mi mente trataba de anticiparse a lo que el destino nos iba a deparar cuando llegásemos. Después de un rato, me dijo que estábamos en la Plaza de la Indendencia (el centro de la ciudad). Preguntó a tres o cuatro senegaleses la calle del hotel y al final fue Yaiza quien lo encontró. Estábamos en pleno centro, pero el aspecto de las calles y su poquísima luz me hacía sentir que me encontraba en los suburbios. Paró el taxi y como bien habíamos acordado le entregué tres mil francos. No, tres mil no, quería trece mil. Estupendo. Le dije como pude que me había dicho tres mil. El hombre se negaba a coger el dinero. En cuestión de segundos cuatro o cinco hombres más habían rodeado el taxi y hablaban todos a la vez en algún idioma desconocido. Me bajé corriendo del coche, temiendo que nos sacasen las cosas del maletero, pero el taxista quería sus trece mil francos y no me dejaba coger el equipaje. El hombre se empezó a poner nervioso y a gritar. Yo también grité, es español, que habíamos acordado otro precio. Quizá si hubiese insistido un poco más el maldito taxista no se hubiese salido con la suya, pero el hecho de tener a casi diez senegaleses hablando todos a la vez alrededor mía a las dos de la mañana en un barrio oscuro de Dakar con los equipajes en la mano me inquietaba bastante, así que le soltamos los trece mil de malas maneras y nos largamos de allí. El dueño del hotel nos cogió rápido las maletas y nos sacó un poco de la situación. Pero cuando llegamos a recepción me dijo que si pagábamos en ese momento o luego... Le dije que tenía reserva y estaba pagado. Si ni siquiera sabía que tenía una habitación reservada como para haber leído mi cordial e-mail en el que pedía que nos fuesen a recoger al aeropuerto... Sintiéndome idiota de nuevo. Subimos a la habitación y por fin, por fin, encontramos la paz. Hasta que dimos cuenta de la música “house” que provenía de algún punto muy cercano a nuestra terraza. Nos fuimos a la cama a las tres, hora local, pero creo que yo no logré conciliar el sueño hasta las cuatro o las cinco. El bass de la música se me metía hasta lo más profundo del cerebelo y el timo bestial de libro del que acabábamos de ser víctimas me perturbaba. Al final, el cansancio pudo conmigo y logré dormir un poco.

Por cierto, "nangaref" es hola en wolof, lo que más se habla por aquí. Me lo enseñó Talla.

2 comentarios:

  1. Que jarto tia, a la aventuraaaa!!!!

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  2. Bufff . . . qué te vas a esperar de quien le llama a su plaza principal la Plaza de la Indecencia : -p Jo , qué angustia veros así zarandeadas en plena noche . . . nada , habrá que huir pronto de la ciudad. Aunque qué pena luego, que seguro que to tienes tiempo para marcarte estas entradas tan extensas . . . ¡Besos niña !

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