04 marzo 2014

Dakar - Kedougou

Llegamos a la estación de autobuses muy pronto, sobre las seis de la tarde. En realidad se trata de un gran descampado detrás del estadio de fútbol donde aparcan diferentes medios de transporte. Aun faltaban tres horas para la salida de nuestro autobús, así que tomamos asiento en uno de los bancos de metal tras la caseta de los tiquets. Vimos cómo iba llegando cada vez más gente, al tiempo que el sol descendía en el horizonte y comenzaba a anochecer. Conforme la “sala de espera” se iba llenando, llegaban más y más vendedores ambulantes que ofrecían una gran variedad de artículos: magdalenas, plátanos, agua, gafas, golosinas, frutos secos y hasta pasta de dientes. De repente llegó un coche que paró frente a la caseta de los tiquets. Desde dentro nos saludaban alegremente con la mano el señor extranjero y su guía senegalés a los que les habíamos preguntado el camino hacia a catedral esa misma mañana. Se acercaron a saludarnos y nos contaron que venían a informarse sobre los horarios de los autobuses. Nos propusieron salir con ellos todos juntos al día siguiente, pero no pudo ser porque ya teníamos comprados los billetes para esa misma noche. Seguimos esperando. Las horas pasaban despacio. Un senegalés que parecía formar parte del Niokolo Transports colocó una antigua televisión sobre una mesa alta que se ubicaba de frente a los bancos de la sala de espera. La encendieron, imagino que con el propósito de amenizar la espera a los clientes, pero la luz se iba cada dos por tres y se quedaba todo a oscuras. Llegaron tres blancos: dos mujeres y un hombre. ¡Españoles! Nos alegramos de coincidir con ellos y fue un alivio poder hablar en español después de un día entero pensando y hablando en inglés y francés. Sus nombres eran Adolfo, Chus y Chiki. Estaban de turismo por el país y se dirigían, al igual que nosotras, hacia Kedougou. Charlamos un rato con ellos de nuestras experiencias en Senegal y al rato la gente se empezó a movilizar por fin. Nos pusimos en una cola inmensa para “facturar” nuestros equipajes. 1000 francos por cada bulto guardado en el maletero del bus. Yo facturé solo la maleta de trotamundos. El resto de los bultos llevaban posesiones valiosas y no quería jugármela. Después de facturar esperamos un rato más. Ya eran cerca de las nueve de la noche cuando se formó una fila de nuevo y comenzaron a llamar a los pasajeros. “Sonia Diallo et Yaiza Diallo”. Esas éramos nosotras. Fuimos prácticamente las primeras, por lo que escogimos los sitios que quisimos. Por fin el bus se llenó y arrancó. Por delante teníamos un viaje de 12 horas. Comí un sándwich senegalés de los que habíamos comprado ese medio día. Por dentro estaba relleno de una carne algo ternillosa, pero tenía tanta hambre que acabé con él. Después me puse la música y traté de dormir algo. Los recuerdos del viaje que tengo son difusos. Cada vez que el autobús paraba en algún pueblito perdido de la mano de Dios, fuese la hora que fuese, toda una corte de vendedores ambulantes se agolpaba frente a las puertas de salida, ofreciendo al viajante comidas y bebidas variadas (hacían incluso té en el momento). Sobre las 8 de la mañana o así comenzó a amanecer al tiempo que atravesábamos el Parque Nacional Niokolo Koba y pudimos disfrutar del paisaje. El terreno es muy plano y está salpicado por distintas especies de árboles africanos, además de por algunos pastos sabanoides y arbustos bajos. En esta época, todo está bastante seco y entre la vegetación predomina más el color amarillo que el verde. Me ha hecho tremenda ilusión ver enormes termiteros por ahí desperdigados, iguales que los que salen en los documentales de la tele. Desde el autobús también he podido ver primates salvajes: primero papiones y después monos verdes, ambas especies ubicadas en pequeños grupos a los lados de la carretera. Eso ha sido lo mejor del viaje.

A las nueve y media hemos llegado por fin a Kedougou. Nos hemos bajado, hemos recogido las maletas y hemos llamado a Lili, la coordinadora del proyecto del IJG aquí en Senegal. Un hombre de Dindefelo se había matado en un accidente de moto y todo el pueblo estaba conmocionado. Estaban de luto y todo se había paralizado, por lo que nos ha sugerido pasar la noche en Kedougou y continuar con el viaje mañana. Nos hemos instalado en el campamento Chez Dhiao y nos han asignado una chocita redonda con techo de palitos muy amplia para dos personas con muchas “comodidades”: ventilador, mosquitera y baño completo. Tras dejar las cosas en la habitación, hemos desayunado en la zona común del campamento: una choza más grande y abierta con mesas, sillas y sillones y una pequeña barra de bar. En uno de los extremos hay un mercadillo permanente de artesanías africanas hechas por dos locales. Después de desayunar bastante bien (leche en polvo con Cola Cao que Yaiza tenía de España y pan con mantequilla y gelatina de naranja), nos hemos echado una presiesta de tres horazas. De nuevo en pie, hemos vuelto a la zona común y hemos comido una tortilla francesa con patatas y cebolla muy rica. Nos han acompañado Tente y Tomás, dos españoles que llevaban más de 10 años viniendo a Senegal y se lo conocían como la palma de su mano. Nos han contado que en Niokolo Koba aun quedan leones, hienas, hipopótamos, cocodrilos, búfalos, gacelas, perros salvajes, monos y un montón de bichos más. A ver si en el tiempo que estemos aquí podemos hacer alguna visitilla y ver algo.
A media tarde hemos salido a la zona común en respuesta a las llamadas de nuestros compañeros africanos. Esta vez hemos charlado con Mamadu y con Aruna. Son dos chicos de veintitantos años que dedican su vida a hacer rutas turísticas por la zona. Hemos salido a dar una vuelta por Kedougou con Aruna y hemos visto el mercado, la iglesia cristiana, la plaza y la casa de un tipo loco que tenía muchos perros y si pasabas por delante te atacaban. Nos ha acompañado a un supermercado que tenía de todo un poco y por fin nos hemos hecho con unas tarjetas de recarga para el móvil. De vuelta a la choza, nos hemos dado una ducha de agua fría (qué gustito con el calor) y hemos picado algo de cenar. A ver cómo se presenta el día de mañana. Esperamos llegar a Dindefelo de una vez por todas.

Segundo contacto

He pasado mala noche porque me despertaba cada poco, pensando en cómo sería el día de hoy. Lo cierto es que ha sido, al contrario de lo que yo pronosticaba, un día magnífico. Solo nos han hecho falta unas pocas horas para sacarle el encanto a Dakar. La ciudad se transforma completamente entre semana. Nos hemos despertado temprano, a las 8 de la mañana. Hemos desayunado lo que hemos podido (barritas de cereales de nuevo, con algo de chocolate y agua), hemos cogido una mochila y nos hemos echado a la calle, no sin cierta inquietud. Hemos hablado con el chico de la recepción para ver si podía llevarnos en algún coche del hotel hacía el Stade Leopold, donde se encuentra el garaje de los autobuses de Niokolo Transports (el que cogeríamos nosotras hasta Kedougou), entre otros. A través del traductor de su tablet nos hemos entendido y nos ha dicho que no tenía coche, pero que nos pedía un taxi. Le hemos pedido que fijase por nosotras un precio razonable hasta nuestro destino. El chico le ha pedido al taxista primero 2000 francos, pero al final han tenido que ser 3000. No está del todo mal. En el trayecto por las carreteras y autopistas de Dakar hemos visto tantas cosas que se me aturulla la mente. Mercados al lado de la autopista, pequeños autobuses típicos senegaleses abarrotados de personas (algunos incluso llevaban a gente colgada de las puertas traseras, de pie por fuera del bus), gente cruzando la autopista de lado a lado... El tráfico en Dakar es realmente caótico, pero en el fondo parece responder a cierto orden y los conductores se entienden bien entre ellos, utilizando con mucha asiduidad el claxon. Hemos llegado en un periquete al Stade. Le hemos dicho al taxista que íbamos a la “estación” de los autobuses Niokolo y amablemente nos ha llevado hasta la taquilla por 600 francos más. Bueno, vale. Desde luego, ya no son los 13000 del primer día. Hemos recogido nuestros billetes, previamente reservados por nuestros compañeros de Dindefelo, y hemos vuelto a coger el mismo taxi de vuelta al centro de Dakar. Nos ha dejado por 4000 francos en la Avenida Pompidou. Al bajarnos del coche hemos flipado al máximo. Lo que ayer parecía una calle prácticamente deshabitada hoy, lunes, bullía de vida. Muchísima gente andaba por las aceras de acá para allá, otros descansaban a la salida de sus comercios, otros trataban de vender cualquier cosa a los paseantes. Los coches transitaban rápido y en tropel por las carreteras, parando precipitadamente y pitando cuando los senegaleses se lanzaban a cruzar hacia el otro lado de la calle. Queríamos ir a la central de Orange a comprar las tarjetas para el móvil e Internet. Sabíamos que estaba frente a la catedral de Dakar, así que le hemos preguntado al primer blanco que hemos visto. Iba con un senegalés que debía de ser su guía. Muy amables, nos han especificado cómo llegar. Tras avanzar unos pasos, otro senegalés vendedor ambulante nos ha abordado y, al decirle a dónde íbamos, nos ha acompañado hasta nuestro destino. Por el camino nos ha contado que su padre tenía una fábrica de tejidos y no sé cuántas cosas más. Nos ha invitado a visitarla, pero hemos rechazado su propuesta porque llevábamos algo de prisa. Por fin en la central de Orange. Menudo lío para comprar las tarjetas. Nos ha sido difícil entender hasta hablando en inglés con las chicas que allí trabajan. Primero te dan un tiquet con un número. Te sientas, esperas a que salga tu número y te diriges a una de las mesas. Pides lo que quieres, te hacen otro tiquet y te mandan a la zona de cajas a pagar, donde te dan un papel tipo factura. De nuevo vuelves a la mesa y te dan lo que hacía un rato habías pedido. Luego te mandan a otra mesa y allí otra chica comprueba, tras introducir la tarjeta SIM nueva en el móvil, que todo va bien. Comprar las recargas ya nos ha parecido demasiado. Trataremos de comprarlas en Kedougou.

De vuelta al hotel, nos abordó un senegalés mostrándonos las láminas artesanales que realizaba. Al ver que no mostrábamos mucho interés, las guardó y entabló conversación con nosotras. Me dió buena espina, así que le seguí el juego. Amadu (así se llamaba) resultó ser un guía de ecoturismo que organizaba visitas por Dakar y excursiones por el Niokolo Koba, como medio de inmersión de los extranjeros turistas en la cultura senegalesa. Nos enseñó un álbum muy interesante de fotos como prueba de ello. Luego nos preguntó qué habíamos visitado por el centro y nos llevó a los sitios que no habíamos visto aún, mientras charlábamos alegremente bajo el sol picajoso de Dakar (su inglés era estupendo). Nos propuso un montón de planes interesantes para hacer con él: disfrutar de un espectáculo de música africana en directo, tomar el té con una familia senegalesa e incluso presenciar cómo se elaboraban algunos platos típicos senegaleses. No obstante, no pudimos asistir a ninguno de ellos porque debíamos volver al hotel a recoger nuestras cosas antes del check out. Nos dio su tarjeta de “negocios” y nos despedimos, con la promesa de volver a vernos antes o después. Llegamos al hotel y rehicimos como pudimos nuestras maletas. Las dejamos guardadas en la oficina de la recepción y nos fuimos a comer. Apenas habíamos recorrido unos cuantos metros cuando nos encontramos de nuevo con Amadu. ¡Qué sorpresa! Nos saludamos con la alegría con la que se saludan dos amigos que llevan tiempo sin verse. Aquí la gente es increíblemente cercana. En este segundo encuentro nos contó que él trabajaba con mariposas. Las recolectaba una vez muertas y con sus alas de colores hacía dibujos africanos preciosos, iridiscentes. Le dijimos a dónde íbamos a comer y de nuevo nos acompañó hasta el destino. Nos despedimos y un senegalés muy amable paró el tráfico para que cruzásemos la calle. En la otra acera, otro senegalés nos preguntó con intención de ayudar qué estábamos buscando. Tras una larga espera en el interior del restaurante, logramos comprar nuestra comida y cena de ese día. Con el picnic a cuestas nos dirigimos hacia la costa y bajando una callejuela en la que habían ubicado un pequeño mercado de artesanías conocimos a Abdu. Abdu vendía artesanías africanas en uno de los puestecitos, pero como no tenía nada mucho mejor que hacer nos acompañó hasta la playa. Allí nos presentó a dos músicos de percusión africana de cuyos nombres no me acuerdo y a otro senegalés más que tenía en la playa un pequeño chiringuito con apenas dos sillas y dos sombrillas. Abdu se despidió y nos sentamos en la arena. Delante de nosotras el océano Atlántico; detrás una familia de senegaleses que vivía en la playa. El padre estaba dormitando cerca de nosotras en la arena, la madre se afanaba en poner la ropa a secar y dejarla libre de toda partícula sacudiéndola una y otra vez y el bebé gateaba de aquí para allá por la arena rebozándose entero en ella, con el pañal a rastras. Disfrutamos de nuestra comida senegalesa al tiempo que contemplábamos la vida de los locales en la playa. Unos jóvenes jugaban al fútbol, un hombre arrastraba una red y se metía en el mar con ella (posiblemente para tratar de pescar algo), otro corría de un lado a otro y realizaba ejercicios gimnásticos. La brisa traía además el sonido de los tambores que los músicos tocaban un poco más arriba.

Llevábamos ya un buen rato ahí cuando se acercó un nuevo africano. Su nombre era Pappiss. Se sentó tranquilamente a nuestro lado y comenzó una conversación. No sabía inglés ni español, por lo que estuvimos hablando en francés y algo de pulaar. De vez en cuando se ponía nervioso y tartamudeaba. Me inspiró mucha ternura. Al rato llegaron dos más, más mayores y con más pinta de hombres de negocios. No recuerdo sus nombres, pero también eran muy agradables. Hablando con ellos en inglés y francés la conversación terminó desembocando en el tema del matrimonio, como siempre. Nos echamos unas buenas risas. Pappiss me decía que hablase con él y no con los otros. Me dijo que me amaba [jajajaja]. También sacó el tema del casamiento con un senegalés; con él, por ejemplo. Los tres nos dieron sus números de teléfono (nos insistieron en que les diésemos los nuestros, pero aludimos que aun no los teníamos comprados). Los dos hombres más mayores se hicieron una foto con nosotras de recuerdo y se despidieron. Pappiss se quedó conversando con Yaiza y conmigo toda la tarde. Le enseñamos algunas expresiones en español y él a nosotros en wolof. Me contó muchas cosas de Dakar, de la sociedad senegalesa y de su vida. Yo traté de contarle algo de la mía. Al final se marchó y me pidió por favor que le llamase en cuanto tuviese la tarjeta de móvil. Sobre las cinco y poco salimos de la playa y, subiendo unas escaleras hacia la calle principal, me asaltaron tres críos e intentaron arrebatarme el bote de Fanta. Les expliqué que había que pedir las cosas por favor y dar después las gracias. Luego les hice beber un poquito de Fanta a cada uno, por turnos, para que la compartiesen. Nos pidieron fotos y posamos con ellos. Eran unos niños preciosos y muy risueños. Al fin llegamos al hotel, recogimos las cosas y pillamos de nuevo un taxi al Stade Leopold por 2500 francos (íbamos mejorando). Nos marchábamos a Kedougou.

02 marzo 2014

This is África

Hoy nos hemos levantado relativamente pronto para lo tarde que nos acostamos ayer. A las 10 de la mañana ya estábamos en pie, aunque algo tambaleantes. Me da la sensación de que ando un poco deshidratada desde ayer (no entiendo por qué, comimos y bebimos en el avión). Como aun no teníamos agua embotellada (ayer por la noche tras instalarnos bajamos a la recepción a por una botella, pero estaba todo apagado y solo se oían los ronquidos del dueño), Yaiza ha comprado esta mañana un par de botellas en el hotel. Nos hemos bebido tranquilamente el agua mientras comíamos unas barritas de cereales traídas desde Madrid. Ese ha sido nuestro desayuno continental. A media mañana nos hemos vestido y armado de valor para salir de nuevo a la calle, con la esperanza de ver algo bonito y agradable en la capital. Al bajar a recepción le hemos pedido un mapa al dueño, pero nos ha dicho que no tenía y nos ha indicado cómo ir hasta la Plaza de la Independecia (foto). Al llegar la desilusión ha sido bastante grande. Nos hemos topado con una plaza muy amplia con algunos arbolillos que se abría en medio de edificios cochambrosos y polvorientos. Ha sido en este lugar donde nos ha abordado el primer senegalés, hablando en un español bastante bueno. Nos quería llevar a no sé qué museo y darnos no sé qué tarjeta suya. Le he dicho que íbamos con prisa porque habíamos quedado con unos amigos y que más tarde le buscaría (claaaaaro). No hemos dado ni veinte pasos cuando uno, dos y hasta tres senegaleses más nos han abordado de nuevo. Uno de ellos, a pesar de mis claros recelos de entablar conversación con alguien que potencialmente me quiere/puede timar, ha sido amable y nos ha explicado por dónde estaban las cosas para ver.


Hemos bajado hacia el puerto, pero no hemos llegado a pasar. Por aquí y por allá había taxis que nos pitaban y hombres que nos hablaban e intentaban colarnos de todo. Hemos visto a un numeroso grupo de turistas guiris que eran guiados como ovejas hacia Dios sabe dónde. Hemos barajado la posibilidad de preguntarles a ellos dónde podíamos encontrar algún sitio para comprar comida, pero parecían todavía más fuera de lugar que nosotras, así que hemos deshechado la opción. Callejeando por los alrededores de la Plaza de la Independencia no hemos encontrado gran cosa. Los poquísimos comercios que había estaban cerrados, salvo algún puestecillo de artesanías y una panadería en la que hemos comprado una barra de pan (tenía buenos precios fijados y bastante variedad, por lo que mañana compraremos allí la comida y la cena). Nos hemos topado con un senegalés anciano que vendía fruta y con el hambre que teníamos no nos hemos resistido a comprar unas manzanas. 1000 francos la bolsa de cinco manzanas. Menos de dos euros, no está mal.

Hemos continuado caminando por el centro de Dakar. Lo cierto es que pensé que la capital sería algo más aparente. No hemos visto mucho, pero la sensación que da es de que está todo a medio hacer o a medio derruir, según por dónde lo mires. Todas las aceras están levantadas y hay tramos en los que han echado arena de playa para tapar los socabones. En otros puntos vas andando sobre escombros, literalmente. El transporte público es para verlo. Nos hemos cruzado con dos autobuses de línea y los dos tenían los cristales rotos, además de estar cubiertos por una buena capa de suciedad y óxido. Ha sido divertido ver a dos senegaleses con un pequeño rebaño de cabras gigantes correteando por ahí. Lo que más me ha impactado ha sido ver a madres con hijos de no más de tres años haciendo vida en las aceras: lavando la ropa o haciendo el fuego, con un montón de bártulos desperdigados alrededor. Uno de los niños, con los pies blancos de ir descalzo, se entretenía en dar palazos al cemento con un hierro grueso, mientras su madre pasaba el rato tirada en la acera bajo el asfixiante calor.

Antes de volver al hotel hemos divisado el mar y nos hemos acercado a una porción de playa sin urbanizar. Queríamos bajar y unos policias que nos han visto nos han indicado el camino entre risas. Nos hemos sentado entre las piedras como hemos podido y hemos echado alguna foto a la costa de Dakar (también a una rata africana muerta enorme, del tamaño de un gato). Al momento ha bajado uno de los policías. Un chico negro, infinitamente alto y guapito de cara, muy apuesto. Nos ha empezado a hablar en francés pero no entendíamos gran cosa, así que hemos terminado chapurreando francés, inglés y español. Se llamaba Samba (precioso nombre) y tenía 25 años. Nos ha preguntado qué hacíamos en Dakar, cuánto tiempo nos íbamos a quedar... y que si entraba dentro de mis planes casarme con un sengalés. Concretamente con un policía senegalés de 25 años. Entre risas he agradecido su propuesta y hemos proseguido nuestro camino de vuelta al hotel.

Una vez en la habitación hemos hecho balance de la mañana y la realidad nos ha abofeteado de nuevo. Hemos pagado 150 francos por una barra de pan; 1000 francos por cinco manzanas. Algo no cuadra. Maldita sea, el cambio nos ha jugado una mala pasada y le hemos soltado al frutero anciano una millonada sin ni siquiera regatear. Debe ser el calor o algo, no es normal que esté TAN alelada. Nos hemos echado unas risas pensando en lo contentos que estarán los dakarenses teniendo a dos blancas que reparten dinero a expuertas y más tarde hemos comido un bocadillo de jamón que nos ha sabido a gloria (ahora no hay momento para el vegetarianismo; si pudiese me comería a uno de vosotros, tal es el hambre que tengo). Después nos hemos echado la siesta hasta las tantas. Hemos hablado con nuestros seres queridos y ahora nos disponemos a cenar lo mismo que hemos comido. Y pronto a dormir, que el día de mañana promete estar lleno de aventuras y, seguramente, de algún que otro timo.

Nangaref

Todo empezó ayer. Al poco rato de llegar a la T1 de Barajas, nos encontramos con Yaiza (mi compañera de viaje) y su padre, que ya andaban por allí. Rápidamente facturamos sin esperar grandes colas, tomamos algo todos juntos y en menos de lo que esperábamos nos vimos atravesando el control, entre lágrimas y nervios a partes iguales. Una vez dentro, cambiamos algo de dinero y nos dirijimos rápidamente a la puerta de embarque. Un aviso por megafonía nos comunicó que nuestro vuelo a Dakar se retrasaba 20 minutos. Estuvimos esperando en la cola un tiempo que nos pareció infinito, durante el cual conocimos a Raquel, una española que lleva a cabo un proyecto de ecoturismo en el parque Niokolo Koba, al oeste de la reserva de Dindefelo en la que estaremos nosotras. La chica, muy agradable, se apiadó de nosotras y nos ofreció acompañarla en el coche que la recogería a la salida del aeropuerto. Qué contentas estábamos ante la perpectiva de no tener que pasar por el trauma de los taxis.

Por fin embarcamos a las 19:30 (hora a la que deberíamos estar despegando). Íbamos desperdigadas por el avión porque no reservamos los billetes juntas. Me senté en mi asiento y al poco rato se sentó a mi lado un senegalés y un asiento más allá una senegalesa. El trasero del hombre apenas había tocado el asiento cuando empezó a darme conversación en un español bastante entendible. A las 20:30 despegamos y, por ir hablando con Talla (ese era su nombre) me mareé. Estoy descubriendo que cada vez me gusta menos volar. Me puse un rato los cascos y traté de dormirme, sin mucho éxito porque sabía que mi compañero africano tenía ganas de socializar. Así que cuando me encontré un poco mejor me quité los cascos y enseguida me integraron en la conversación. Talla me contó que llevaba 15 años en España y que vivía en Bilbao, donde trabajando de camarero había hecho amistad con chicas españolas (doy fe, me enseñó un sin fin de fotos). Estaba de vacaciones y se moría de ganas por llegar a Dakar, donde le esperaban su mujer y su hijo. La chica a su derecha se llamaba Ascu (o eso entendí yo) y vivía en San Sebastián. Viajaba regularmente a España para trabajar y cuando hacía algo de dinero se volvía unos dias a su país, donde también tenía familia. Llegó la hora de la cena (grata sorpresa para mí, que no tenía ni idea de que fuésemos a comer algo) y Talla y yo cenamos. Ascu no tenía hambre y Talla sin ningún reparo se comió hasta la última migaja de su cena. Después continuamos charlando sobre sus vidas en España, en Dakar y sobre lo que venía yo a hacer aquí. Los dos se escandalizaron cuando les comenté que iba más allá de Tambacounda, porque decían que hacía muchísimo calor. Se rieron diciéndome que iba a volver negra. Me sorprendió muy para bien la naturalidad y la espontaneidad que parece tener esta gente. Sin conocerte de nada les vale tan solo con estar a tu lado para charlar contigo un rato y tratarte como si fueses un conocido de toda la vida. Ya desde este primer momento, me dejó pasmada el abismo que hay entre nuestro mundo y el suyo. En esta misma situación pero con blancos, creo que toda nuestra conversación no hubiese ido más allá de un “hola”.

Por fin aterrizamos, sobre las 23:30. Talla se despidió y salió escopetado en cuanto pudo. Me subí al bus con Ascu y al bajar la perdí de vista. Nos pusimos Raquel, Yaiza y yo a la cola para pasar el control (todo bien, menos mal). A Yaiza le hicieron el visado en el momento y pasamos a recoger los equipajes. El aeropuerto de Dakar es increíblemente enano. Y cuando digo enano es enano: las casetas del control del pasaporte, la caseta del cambio, dos cintras transportadoras de equipajes y el control de salida. Y ya. Recogimos las maletas al tiempo que oíamos a senegaleses por ahí diciendo “ooooh, bellas españolas, bellas”. Pasamos el control de salida y llegó el caos. De repente te encuentras en una especie de carreterucha limitada a los lados por vallas tras las cuales se agolpan africanos a la espera de la llegada de sus familiares. De los del hotel ni rastro, por cierto. Avanzamos entre el tumulto haciendo caso omiso de los senegaleses que nos proponían cosas en francés. Llegamos a una especie de parking, donde estaban esperando a Raquel dos hombres de cuyos nombres no me acuerdo. Cuando ya nos veíamos dentro del coche de Raquel, seguras y a salvo de ser timadas, uno de sus amigos nos parapetó hacia los brazos de un taxista que ardía en deseos de llevarnos. A cuadros, me volví hacia Raquel y me dijo que su amigo era de confianza, que nos asignaba un buen taxi. Y adiós. Se fueron. Llegamos al taxi y traté de fijar un precio antes de subir (el hombre ya nos estaba cogiendo las maletas y metiéndolas al maletero). Tres mil, dijo. Vale, tres mil. Tres mil, tres mil. Me sentí idiota repitiendo el precio una y otra vez. Tres mil, no more. El hombre estaba de acuerdo pero algo en mi interior pronosticaba algún tipo de timo. Al poco rato, el hombre paró en una gasolinera y nos pidió dinero no sé para qué, porque no echó gasolina ni nada de nada... Yo le dije a todo que no y que no y que le daría los tres mil acordados cuando llegásemos al destino. Arrancó de nuevo. Pasamos por lo que parecía la zona de costa de Dakar. Vimos algunos locales de marcha y casitas bajas. No recuerdo mucho más porque mi mente trataba de anticiparse a lo que el destino nos iba a deparar cuando llegásemos. Después de un rato, me dijo que estábamos en la Plaza de la Indendencia (el centro de la ciudad). Preguntó a tres o cuatro senegaleses la calle del hotel y al final fue Yaiza quien lo encontró. Estábamos en pleno centro, pero el aspecto de las calles y su poquísima luz me hacía sentir que me encontraba en los suburbios. Paró el taxi y como bien habíamos acordado le entregué tres mil francos. No, tres mil no, quería trece mil. Estupendo. Le dije como pude que me había dicho tres mil. El hombre se negaba a coger el dinero. En cuestión de segundos cuatro o cinco hombres más habían rodeado el taxi y hablaban todos a la vez en algún idioma desconocido. Me bajé corriendo del coche, temiendo que nos sacasen las cosas del maletero, pero el taxista quería sus trece mil francos y no me dejaba coger el equipaje. El hombre se empezó a poner nervioso y a gritar. Yo también grité, es español, que habíamos acordado otro precio. Quizá si hubiese insistido un poco más el maldito taxista no se hubiese salido con la suya, pero el hecho de tener a casi diez senegaleses hablando todos a la vez alrededor mía a las dos de la mañana en un barrio oscuro de Dakar con los equipajes en la mano me inquietaba bastante, así que le soltamos los trece mil de malas maneras y nos largamos de allí. El dueño del hotel nos cogió rápido las maletas y nos sacó un poco de la situación. Pero cuando llegamos a recepción me dijo que si pagábamos en ese momento o luego... Le dije que tenía reserva y estaba pagado. Si ni siquiera sabía que tenía una habitación reservada como para haber leído mi cordial e-mail en el que pedía que nos fuesen a recoger al aeropuerto... Sintiéndome idiota de nuevo. Subimos a la habitación y por fin, por fin, encontramos la paz. Hasta que dimos cuenta de la música “house” que provenía de algún punto muy cercano a nuestra terraza. Nos fuimos a la cama a las tres, hora local, pero creo que yo no logré conciliar el sueño hasta las cuatro o las cinco. El bass de la música se me metía hasta lo más profundo del cerebelo y el timo bestial de libro del que acabábamos de ser víctimas me perturbaba. Al final, el cansancio pudo conmigo y logré dormir un poco.

Por cierto, "nangaref" es hola en wolof, lo que más se habla por aquí. Me lo enseñó Talla.