He pasado mala noche
porque me despertaba cada poco, pensando en cómo sería el día de
hoy. Lo cierto es que ha sido, al contrario de lo que yo
pronosticaba, un día magnífico. Solo nos han hecho falta unas pocas
horas para sacarle el encanto a Dakar. La ciudad se transforma
completamente entre semana. Nos hemos despertado temprano, a las 8 de
la mañana. Hemos desayunado lo que hemos podido (barritas de
cereales de nuevo, con algo de chocolate y agua), hemos cogido una
mochila y nos hemos echado a la calle, no sin cierta inquietud. Hemos
hablado con el chico de la recepción para ver si podía llevarnos en
algún coche del hotel hacía el Stade Leopold, donde se encuentra el
garaje de los autobuses de Niokolo Transports (el que cogeríamos
nosotras hasta Kedougou), entre otros. A través del traductor de su
tablet nos hemos entendido y nos ha dicho que no tenía coche, pero
que nos pedía un taxi. Le hemos pedido que fijase por nosotras un
precio razonable hasta nuestro destino. El chico le ha pedido al
taxista primero 2000 francos, pero al final han tenido que ser 3000.
No está del todo mal. En el trayecto por las carreteras y autopistas
de Dakar hemos visto tantas cosas que se me aturulla la mente.
Mercados al lado de la autopista, pequeños autobuses típicos
senegaleses abarrotados de personas (algunos incluso llevaban a gente
colgada de las puertas traseras, de pie por fuera del bus), gente
cruzando la autopista de lado a lado... El tráfico en Dakar es
realmente caótico, pero en el fondo parece responder a cierto orden
y los conductores se entienden bien entre ellos, utilizando con mucha
asiduidad el claxon. Hemos llegado en un periquete al Stade. Le hemos
dicho al taxista que íbamos a la “estación” de los autobuses
Niokolo y amablemente nos ha llevado hasta la taquilla por 600
francos más. Bueno, vale. Desde luego, ya no son los 13000 del
primer día. Hemos recogido nuestros billetes, previamente reservados
por nuestros compañeros de Dindefelo, y hemos vuelto a coger el
mismo taxi de vuelta al centro de Dakar. Nos ha dejado por 4000
francos en la Avenida Pompidou. Al bajarnos del coche hemos flipado
al máximo. Lo que ayer parecía una calle prácticamente deshabitada
hoy, lunes, bullía de vida. Muchísima gente andaba por las aceras
de acá para allá, otros descansaban a la salida de sus comercios,
otros trataban de vender cualquier cosa a los paseantes. Los coches
transitaban rápido y en tropel por las carreteras, parando
precipitadamente y pitando cuando los senegaleses se lanzaban a
cruzar hacia el otro lado de la calle. Queríamos ir a la central de
Orange a comprar las tarjetas para el móvil e Internet. Sabíamos
que estaba frente a la catedral de Dakar, así que le hemos
preguntado al primer blanco que hemos visto. Iba con un senegalés
que debía de ser su guía. Muy amables, nos han especificado cómo
llegar. Tras avanzar unos pasos, otro senegalés vendedor ambulante
nos ha abordado y, al decirle a dónde íbamos, nos ha acompañado
hasta nuestro destino. Por el camino nos ha contado que su padre
tenía una fábrica de tejidos y no sé cuántas cosas más. Nos ha
invitado a visitarla, pero hemos rechazado su propuesta porque
llevábamos algo de prisa. Por fin en la central de Orange. Menudo
lío para comprar las tarjetas. Nos ha sido difícil entender hasta
hablando en inglés con las chicas que allí trabajan. Primero te dan
un tiquet con un número. Te sientas, esperas a que salga tu número
y te diriges a una de las mesas. Pides lo que quieres, te hacen otro
tiquet y te mandan a la zona de cajas a pagar, donde te dan un papel
tipo factura. De nuevo vuelves a la mesa y te dan lo que hacía un
rato habías pedido. Luego te mandan a otra mesa y allí otra chica
comprueba, tras introducir la tarjeta SIM nueva en el móvil, que
todo va bien. Comprar las recargas ya nos ha parecido demasiado.
Trataremos de comprarlas en Kedougou.
De vuelta al hotel, nos
abordó un senegalés mostrándonos las láminas artesanales que
realizaba. Al ver que no mostrábamos mucho interés, las guardó y
entabló conversación con nosotras. Me dió buena espina, así que
le seguí el juego. Amadu (así se llamaba) resultó ser un guía de
ecoturismo que organizaba visitas por Dakar y excursiones por el
Niokolo Koba, como medio de inmersión de los extranjeros turistas en
la cultura senegalesa. Nos enseñó un álbum muy interesante de
fotos como prueba de ello. Luego nos preguntó qué habíamos
visitado por el centro y nos llevó a los sitios que no habíamos
visto aún, mientras charlábamos alegremente bajo el sol picajoso de
Dakar (su inglés era estupendo). Nos propuso un montón de planes
interesantes para hacer con él: disfrutar de un espectáculo de
música africana en directo, tomar el té con una familia senegalesa
e incluso presenciar cómo se elaboraban algunos platos típicos
senegaleses. No obstante, no pudimos asistir a ninguno de ellos
porque debíamos volver al hotel a recoger nuestras cosas antes del
check out. Nos dio su tarjeta de “negocios” y nos despedimos,
con la promesa de volver a vernos antes o después. Llegamos al hotel
y rehicimos como pudimos nuestras maletas. Las dejamos guardadas en
la oficina de la recepción y nos fuimos a comer. Apenas habíamos
recorrido unos cuantos metros cuando nos encontramos de nuevo con
Amadu. ¡Qué sorpresa! Nos saludamos con la alegría con la que se
saludan dos amigos que llevan tiempo sin verse. Aquí la gente es
increíblemente cercana. En este segundo encuentro nos contó que él
trabajaba con mariposas. Las recolectaba una vez muertas y con sus
alas de colores hacía dibujos africanos preciosos, iridiscentes. Le
dijimos a dónde íbamos a comer y de nuevo nos acompañó hasta el
destino. Nos despedimos y un senegalés muy amable paró el tráfico
para que cruzásemos la calle. En la otra acera, otro senegalés nos
preguntó con intención de ayudar qué estábamos buscando. Tras una
larga espera en el interior del restaurante, logramos comprar nuestra
comida y cena de ese día. Con el picnic a cuestas nos dirigimos
hacia la costa y bajando una callejuela en la que habían ubicado un
pequeño mercado de artesanías conocimos a Abdu. Abdu vendía
artesanías africanas en uno de los puestecitos, pero como no tenía
nada mucho mejor que hacer nos acompañó hasta la playa. Allí nos
presentó a dos músicos de percusión africana de cuyos nombres no
me acuerdo y a otro senegalés más que tenía en la playa un pequeño
chiringuito con apenas dos sillas y dos sombrillas. Abdu se despidió
y nos sentamos en la arena. Delante de nosotras el océano Atlántico;
detrás una familia de senegaleses que vivía en la playa. El padre
estaba dormitando cerca de nosotras en la arena, la madre se afanaba
en poner la ropa a secar y dejarla libre de toda partícula
sacudiéndola una y otra vez y el bebé gateaba de aquí para allá
por la arena rebozándose entero en ella, con el pañal a rastras.
Disfrutamos de nuestra comida senegalesa al tiempo que contemplábamos
la vida de los locales en la playa. Unos jóvenes jugaban al fútbol,
un hombre arrastraba una red y se metía en el mar con ella
(posiblemente para tratar de pescar algo), otro corría de un lado a
otro y realizaba ejercicios gimnásticos. La brisa traía además el
sonido de los tambores que los músicos tocaban un poco más arriba.
Llevábamos ya un buen
rato ahí cuando se acercó un nuevo africano. Su nombre era Pappiss.
Se sentó tranquilamente a nuestro lado y comenzó una conversación.
No sabía inglés ni español, por lo que estuvimos hablando en
francés y algo de pulaar. De vez en cuando se ponía nervioso y
tartamudeaba. Me inspiró mucha ternura. Al rato llegaron dos más,
más mayores y con más pinta de hombres de negocios. No recuerdo sus
nombres, pero también eran muy agradables. Hablando con ellos en
inglés y francés la conversación terminó desembocando en el tema
del matrimonio, como siempre. Nos echamos unas buenas risas. Pappiss
me decía que hablase con él y no con los otros. Me dijo que me
amaba [jajajaja]. También sacó el tema del casamiento con un
senegalés; con él, por ejemplo. Los tres nos dieron sus números de
teléfono (nos insistieron en que les diésemos los nuestros, pero
aludimos que aun no los teníamos comprados). Los dos hombres más
mayores se hicieron una foto con nosotras de recuerdo y se
despidieron. Pappiss se quedó conversando con Yaiza y conmigo toda
la tarde. Le enseñamos algunas expresiones en español y él a
nosotros en wolof. Me contó muchas cosas de Dakar, de la sociedad
senegalesa y de su vida. Yo traté de contarle algo de la mía. Al
final se marchó y me pidió por favor que le llamase en cuanto
tuviese la tarjeta de móvil. Sobre las cinco y poco salimos de la
playa y, subiendo unas escaleras hacia la calle principal, me
asaltaron tres críos e intentaron arrebatarme el bote de Fanta. Les
expliqué que había que pedir las cosas por favor y dar después las
gracias. Luego les hice beber un poquito de Fanta a cada uno, por
turnos, para que la compartiesen. Nos pidieron fotos y posamos con
ellos. Eran unos niños preciosos y muy risueños. Al fin llegamos al
hotel, recogimos las cosas y pillamos de nuevo un taxi al Stade
Leopold por 2500 francos (íbamos mejorando). Nos marchábamos a
Kedougou.