Por fin embarcamos a las 19:30 (hora a
la que deberíamos estar despegando). Íbamos desperdigadas por el
avión porque no reservamos los billetes juntas. Me senté en mi
asiento y al poco rato se sentó a mi lado un senegalés y un asiento
más allá una senegalesa. El trasero del hombre apenas había tocado
el asiento cuando empezó a darme conversación en un español
bastante entendible. A las 20:30 despegamos y, por ir hablando con
Talla (ese era su nombre) me mareé. Estoy descubriendo que cada vez
me gusta menos volar. Me puse un rato los cascos y traté de
dormirme, sin mucho éxito porque sabía que mi compañero africano
tenía ganas de socializar. Así que cuando me encontré un poco
mejor me quité los cascos y enseguida me integraron en la
conversación. Talla me contó que llevaba 15 años en España y que
vivía en Bilbao, donde trabajando de camarero había hecho amistad
con chicas españolas (doy fe, me enseñó un sin fin de fotos).
Estaba de vacaciones y se moría de ganas por llegar a Dakar, donde
le esperaban su mujer y su hijo. La chica a su derecha se llamaba
Ascu (o eso entendí yo) y vivía en San Sebastián. Viajaba
regularmente a España para trabajar y cuando hacía algo de dinero
se volvía unos dias a su país, donde también tenía familia. Llegó
la hora de la cena (grata sorpresa para mí, que no tenía ni idea de
que fuésemos a comer algo) y Talla y yo cenamos. Ascu no tenía
hambre y Talla sin ningún reparo se comió hasta la última migaja
de su cena. Después continuamos charlando sobre sus vidas en España,
en Dakar y sobre lo que venía yo a hacer aquí. Los dos se
escandalizaron cuando les comenté que iba más allá de Tambacounda,
porque decían que hacía muchísimo calor. Se rieron diciéndome que
iba a volver negra. Me sorprendió muy para bien la naturalidad y la
espontaneidad que parece tener esta gente. Sin conocerte de nada les
vale tan solo con estar a tu lado para charlar contigo un rato y
tratarte como si fueses un conocido de toda la vida. Ya desde este
primer momento, me dejó pasmada el abismo que hay entre nuestro
mundo y el suyo. En esta misma situación pero con blancos, creo que
toda nuestra conversación no hubiese ido más allá de un “hola”.
Por fin aterrizamos, sobre las 23:30.
Talla se despidió y salió escopetado en cuanto pudo. Me subí al
bus con Ascu y al bajar la perdí de vista. Nos pusimos Raquel, Yaiza
y yo a la cola para pasar el control (todo bien, menos mal). A Yaiza
le hicieron el visado en el momento y pasamos a recoger los
equipajes. El aeropuerto de Dakar es increíblemente enano. Y cuando
digo enano es enano: las casetas del control del pasaporte, la caseta
del cambio, dos cintras transportadoras de equipajes y el control de
salida. Y ya. Recogimos las maletas al tiempo que oíamos a
senegaleses por ahí diciendo “ooooh, bellas españolas, bellas”.
Pasamos el control de salida y llegó el caos. De repente te
encuentras en una especie de carreterucha limitada a los lados por
vallas tras las cuales se agolpan africanos a la espera de la llegada
de sus familiares. De los del hotel ni rastro, por cierto. Avanzamos
entre el tumulto haciendo caso omiso de los senegaleses que nos
proponían cosas en francés. Llegamos a una especie de parking,
donde estaban esperando a Raquel dos hombres de cuyos nombres no me
acuerdo. Cuando ya nos veíamos dentro del coche de Raquel, seguras y
a salvo de ser timadas, uno de sus amigos nos parapetó hacia los
brazos de un taxista que ardía en deseos de llevarnos. A cuadros, me
volví hacia Raquel y me dijo que su amigo era de confianza, que nos
asignaba un buen taxi. Y adiós. Se fueron. Llegamos al taxi y traté
de fijar un precio antes de subir (el hombre ya nos estaba cogiendo
las maletas y metiéndolas al maletero). Tres mil, dijo. Vale, tres
mil. Tres mil, tres mil. Me sentí idiota repitiendo el precio una y
otra vez. Tres mil, no more. El hombre estaba de acuerdo pero algo en
mi interior pronosticaba algún tipo de timo. Al poco rato, el hombre
paró en una gasolinera y nos pidió dinero no sé para qué, porque
no echó gasolina ni nada de nada... Yo le dije a todo que no y que
no y que le daría los tres mil acordados cuando llegásemos al
destino. Arrancó de nuevo. Pasamos por lo que parecía la zona de
costa de Dakar. Vimos algunos locales de marcha y casitas bajas. No
recuerdo mucho más porque mi mente trataba de anticiparse a lo que
el destino nos iba a deparar cuando llegásemos. Después de un rato,
me dijo que estábamos en la Plaza de la Indendencia (el centro de la
ciudad). Preguntó a tres o cuatro senegaleses la calle del hotel y
al final fue Yaiza quien lo encontró. Estábamos en pleno centro,
pero el aspecto de las calles y su poquísima luz me hacía sentir
que me encontraba en los suburbios. Paró el taxi y como bien
habíamos acordado le entregué tres mil francos. No, tres mil no,
quería trece mil. Estupendo. Le dije como pude que me había dicho
tres mil. El hombre se negaba a coger el dinero. En cuestión de
segundos cuatro o cinco hombres más habían rodeado el taxi y
hablaban todos a la vez en algún idioma desconocido. Me bajé
corriendo del coche, temiendo que nos sacasen las cosas del maletero,
pero el taxista quería sus trece mil francos y no me dejaba coger el
equipaje. El hombre se empezó a poner nervioso y a gritar. Yo
también grité, es español, que habíamos acordado otro precio.
Quizá si hubiese insistido un poco más el maldito taxista no se
hubiese salido con la suya, pero el hecho de tener a casi diez
senegaleses hablando todos a la vez alrededor mía a las dos de la
mañana en un barrio oscuro de Dakar con los equipajes en la mano me
inquietaba bastante, así que le soltamos los trece mil de malas
maneras y nos largamos de allí. El dueño del hotel nos cogió
rápido las maletas y nos sacó un poco de la situación. Pero cuando
llegamos a recepción me dijo que si pagábamos en ese momento o
luego... Le dije que tenía reserva y estaba pagado. Si ni siquiera
sabía que tenía una habitación reservada como para haber leído mi
cordial e-mail en el que pedía que nos fuesen a recoger al
aeropuerto... Sintiéndome idiota de nuevo. Subimos a la habitación
y por fin, por fin, encontramos la paz. Hasta que dimos cuenta de la
música “house” que provenía de algún punto muy cercano a
nuestra terraza. Nos fuimos a la cama a las tres, hora local, pero
creo que yo no logré conciliar el sueño hasta las cuatro o las
cinco. El bass de la música se me metía hasta lo más profundo del
cerebelo y el timo bestial de libro del que acabábamos de ser
víctimas me perturbaba. Al final, el cansancio pudo conmigo y logré
dormir un poco.
Por cierto, "nangaref" es hola en wolof, lo que más se habla por aquí. Me lo enseñó Talla.
Que jarto tia, a la aventuraaaa!!!!
ResponderEliminarBufff . . . qué te vas a esperar de quien le llama a su plaza principal la Plaza de la Indecencia : -p Jo , qué angustia veros así zarandeadas en plena noche . . . nada , habrá que huir pronto de la ciudad. Aunque qué pena luego, que seguro que to tienes tiempo para marcarte estas entradas tan extensas . . . ¡Besos niña !
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